domingo, 23 de agosto de 2009

Esto no es Darwin


Grandes simios
Autor: Will Self
Título original: Great Apes
Anagrama, 2000.

Si a los 10 años, en vez de Los tigres de Mompracem hubiera leído Grandes simios, seguro ahora sería un indigente, bulto de cartones al hombro. Sin embargo, todo parece indicar que habría sido imposible. Cuando yo rondaba la primera década, Will Self, el autor de Grandes simios, andaría apenas por los 14. Y a esa edad es muy probable que Self fuera un pésimo escritor. La mayoría de los púberes quiere tener sexo y dar puños, sólo unos pocos se dedican a corregir su primera novela o a fundar una editorial. De hecho, recuerdo que leer venía a ser una suerte de fármaco. Un sedante contra la rabia y la angustia de no poder dar tantos golpes como quería ni tener tanto sexo como soñaba. Qué diablos, si yo no podía acabar con mi vecino de pupitre, por lo menos vería cómo se las arreglaba Sandokán con los cocodrilos del pantano. Y lo digo no por hacer memoria, que es otro tema, sino porque la sátira se construye sobre el mismo escenario de sublimación del héroe que en la épica o en el relato de aventuras. Sólo que en la sátira el héroe tiene una función diferente. Como lo ve Mencken, el pensador y periodista norteamericano, “la sátira debe afligir a los confortables y confortar a los afligidos”.
Grandes simios explota este principio a fondo, y lo hace en voz alta: un pintor londinense, al despertar de una noche de abusos descubre que su novia, él y todo Londres se han convertido en simios. Cuando el artista les recrimina los saltos, la continua copulación callejera, el fastidioso despioje, es clasificado como esquizofrénico. Sus propios amigos simios, artistas e intelectuales, abrumados, se ven obligados a ponerlo en tratamiento siquiátrico. Dada su posición en el medio artístico, el enfermo se codea con la punta de la academia y la intelectualidad londinense, constituida por primates del más diverso pelambre. Es así que conoce a un reputado antipsiquiatra, quien dando muestras de su erudición enóloga le pregunta si le apetece tomarse una copita de mierda…
Y si me lo preguntan no tengo más remedio que contestar. La novela no solo cumple como tal, sino que es tremendamente divertida. Sumen el humor cáustico de de Quincey (El asesinato como una de las bellas artes) al absurdo razonado de Kafka (Informe para una academia) y estaremos muy cerca del laboratorio de Self. Son muy visibles por supuesto los precursores, las referencias: El planeta de los simios, todas las versiones de La metamorfosis, Swift, Freud, Lacan, Ballard, la ciudad como un tema, como personaje, la arrogancia del homo sapiens, el pandemonio del statu quo.
Ni qué decir del buen Self: su único gran tropiezo consistió en dejarse pillar esnifando heroína en la avioneta privada del ex primer ministro británico John Major. Como dicen, un vicio lleva a otro vicio. Según afirma, hizo a un lado veinte años de adicción gracias a la literatura. “Escribir me salvó la vida”, confesó en alguna entrevista. El tipo de cosas que es mejor no poner en duda.

domingo, 26 de julio de 2009

Exceso de benevolencia

Las benévolas
De: Jonathan Littel
Título original: Las Bienveillantes
RBA Libros, S.A.
Barcelona, 2007

Cuando esta novela de casi mil páginas se publicó en español tenía tras de sí el premio Goncourt 2006 y el Grand Prix du Roman de l’Academie Française del mismo año. El escaparate y las solapas de la novela venían reforzados con reseñas de alto calibre, como la de Mario Vargas Llosa, quien señaló que “son páginas que quitan el habla” (me pregunto cuánto tiempo estuvo mudo Vargas Llosa después de esta lectura), o la que apareció en Le Monde, periódico que la describió como “uno de los libros más impresionantes que se han escrito nunca”. Otras versiones de medios la compararon con La guerra y la paz. Sin problemas, el lector puede percibir, tras su peso físico, otro menos tangible pero no menos rotundo. El de una casta de mercadeo fulminante, que involucra medios, grandes firmas y atractivas maneras de autor, quien por cierto no recogió el premio Goncourt, de acuerdo con su desprecio por el marketing, según declaró en varias entrevistas.
La novela, en cualquier caso, perturba. No puede ser de otra forma, pues el horror de la empresa nazi toma una forma cruda y directa en cada capítulo de Las benévolas. Terminada la lectura es imposible no preguntarse acerca de recurrencias como la extensión del relato, la disgresión, el artificio, la solidez de los personajes, la verosimilitud de la historia. Más allá de lo literario, en el territorio del libro como objeto, se soslaya la importancia complementaria de la escenificación, el marketing, la propaganda. Y caben otras, de más amplio contexto, en nuestro ultra veloz mundo digitalizado. ¿Vale la pena enfrentarse a su millar de páginas, en los mismos días en que en twitter se descuartizan clásicos por módicas piezas de 140 caracteres? Sin duda. Aunque se abandone la lectura en el primer tercio, donde muchos lectores resienten el golpe de la extensión y la ausencia de lo que Ana Nuño en Letras Libres llama “el pacto ficcional”. A propósito de horrores, valdría la pena ver en qué quedaría Las benévolas twitterizada. En qué quedaría después de una compresión estructural que la sometiera a 20 twitterazos de 140 caracteres. Acaso el horror de los principales nodos de la guerra (que el protagonista de la novela sigue en forzado hilo histórico), sintetizado, resurgiría bajo otro aspecto. A lo mejor saldría a flote una que otra caricatura, escondida por efecto de disgresión en la novela…